En una aldea de las Alpujarra vivía un afamado apicultor de nombre Abd Aláh Hasan Al-Sufí, en primavera subía a la ciudad de Granada desde cuya Alcazaba gobernaba en aquel tiempo el muy justo y muy valeroso Yusuf I conocido por su severidad a la hora de impartir justicia entre sus súbditos.

Abd Aláh Hasan Al-Sufí era por su parte muy popular entre las gentes de la ciudad más bella del Islam por la calidad de su miel así como por su honestidad fuera de toda duda, cualidad que era muy apreciada por sus clientes aunque no siempre respetada por todos los comerciantes (prueba de lo cual era la famosa puerta de las orejas donde las autoridades clavaban los susodichos apéndices de comerciantes deshonestos que hacían trampas en los pesos, con las balanzas o en el cambio que daban a sus clientes).

Todo iba bien hasta que una primavera se presentó otro apicultor a vender su miel en la ciudad. El forastero venía de la lejana Almería, según dijo y se dirigía a Ceuta donde le esperaban unos parientes.

Abd Aláh Hasan vio con estupor cómo el recién llegado de nombre Omar Muhamad ibn Ahmar, vendía la miel mucho más barata que la suya. Durante toda la jornada Hasan vio como su rival despachaba a manos llenas su miel mientras que él logró deshacerse de penas unas pocas ûqiyyas.

Al caer la tarde, Hasan quiso saber cómo era posible producir la miel tan barata y trató de entablar una conversación con el almeriense pero este era hombre de pocas palabras y se retiró en cuanto pudo sin dar explicaciones, sin embargo el granadino le siguió. En aquel tiempo Granada rebosaba de actividad y muchos mercaderes hacían noche en plena calle detrás del mercado, cerca de la Mezquita.

Hasan pudo observar entonces como Muhamad sacaba unos instrumentos más propios de un alquimista que de un apicultor y calentaba la miel mezclándola con agua.

-¡Así vende tan barato este bribón!- Exclamó para sí.

El viernes siguiente, poco antes de la Yumu`ah, Hasan preguntó a sus clientes si les había gustado la miel de aquel forastero, si no habían notado ningún gusto extraño. Nadie había notado nada y algunos se mofaron de él y hasta le reprocharon que su miel fuera tan cara.

Estas burlas le persuadieron de hacer lo mismo que el apicultor de Almería y en cuanto tuvo la ocasión mezcló su miel con agua y regresó a Granada cargado con su mercancía adulterada pero al mismo precio de siempre, convencido de hacer un gran negocio.

La jornada transcurrió apaciblemente hasta que acertó a pasar por ahí el Alguacil de pesos y medidas quien observó a Hasan visiblemente nervioso en su presencia. El Alguacil, hombre avezado en estas lides y gran conocedor del alma humana enseguida sospechó de Hasan. Allí mismo lo hizo detener y ordenó confiscar sus artículos y pertenencias.

No hizo falta mucho tiempo para que Hasan, hombre, como hemos dicho honesto y buen creyente, confesara sus pecados y, conforme a la Ley sagrada, le fuera cortada la oreja derecha. Oreja que, conforme a las Nuevas Ordenanzas de Yusuf I, fue clavada en la puerta que él mismo había ordenado construir y que hoy día se conoce precisamente como la Puerta de las Orejas, aunque también había manos y otros apéndices amputados a criminales de diversa calaña.

Hasan dejó de acudir al mercado de Granada, perdida su honorabilidad ya no podía seguir vendiendo su miel en el mercado, de modo que se limitaba a venderla a vecinos, familiares y amigos que aún apreciaban su buen hacer.

Un buen día pasó por su aldea el causante de sus males, Omar Muhamad ibn Ahmar quien regresaba a su Almería natal.

-Veo que has tenido algún problema con la Justicia -Dijo apuntando al lugar que antaño ocupaba la oreja de Hasan.

-Si un malentendido- Musitó éste.

-Algo he oído.

-¿Tú nunca has tenido problemas? –Preguntó tímidamente el desorejado.

No Hasan, no he tenido problemas porque cuando uno no actúa dentro de la Ley tiene que estar dispuesto a perder algo, yo particularmente he perdido mucho: la seguridad que da un buen nombre, el aprecio de una comunidad, la estabilidad de un hogar. Yo no tengo realmente nada Hasan. Con frecuencia duermo en las calles o en los caminos. Nunca estoy más de una semana en una misma ciudad, a menudo uso nombres falsos. Nadie sabe quien soy en realidad. A veces ni yo mismo lo sé. Pero, eso sí, de momento conservo las dos orejas, ja,ja,ja…

Y así riendo se alejó camino abajo entre los olivos.