En el año 2004 andaba yo en busca de pruebas del paso de Leonardo Da Vinci para mi novela «Los años perdidos de Leonardo Da Vinci» por tierras de Armenia cuando me sucedió esto que ahora voy a relatar.

Sabido es que el rastro de Leonardo se pierde tras su precipitada salida de Florencia y es un hecho que tenemos una extraña carta de su puño y letra dando noticia de su paso por tierras de Armenia. Incluso hace mención de paisajes y cuevas que muy bien podrían corresponder a los de esta región de oriente.

Pues andaba yo por esas tierras según digo cuando en una de las grutas que el maestro toscano describe e incluso bosqueja en sus manuscritos, hallé a un viejo eremita y esto es lo que aconteció: entré por curiosidad en lo que al principio parecía una pequeña oquedad de pocos metros, pero descubrí que aquello se agrandaba paulatinamente hasta alcanzar proporciones de catedral gótica.

La caverna era muy grande, alta y alargada, pero de algún lado salía una luminiscencia que me permitió ver al fondo, cerca de la pared de la gruta a un anciano de pie mirando al talud de roca que se erguía frente a él, parecía estar en una especie de trance porque tuve que gritar varias veces barev (hola en Armenio) para que, por fin, se diera cuenta de mi presencia.

– Estoy perdido –le expliqué en inglés.

– Todos lo estamos –contestó con ironía.

– Estoy intentando llegar al monte Ararat.

– Sí, estás bastante perdido, amigo. ¿Eres uno de esos extranjeros que va en busca del Arca de Noé?

– No, voy tras los pasos de Leonardo Da Vinci.

– ¡Ah, muy interesante! –exclamó.

-Por cierto, me llamo Fernando.

– Yo Aristocles.

– ¿Es usted griego?

-Así es.

Iba a preguntarle que hacía un griego en una cueva perdida de Armenia pero entonces me di cuenta de que había argollas y cadenas oxidadas en el suelo.

– ¿Qué lugar es este? –pregunté.

– Una gruta donde solía haber prisioneros, pero ya se han ido.

– ¿A dónde?

– A otras grutas –respondió con tranquilidad y a modo de explicación añadió: tú también has salido de una caverna.

Iba a protestar cuando aclaró:

– Si ya se, el exterior sí, sí… Llevo años diciendo que eso es también una cueva, pero nadie me escucha y no se dan cuenta de que es una cueva, más grande sí pero… –y se encogió de hombros sin terminar la frase.

Entonces, casi por educación o simpatía (aquel hombre me resultaba muy agradable) pregunté:

– ¿Y dónde está la salida?

– ¿Quieres saber dónde está la verdadera salida?

– Sí –respondí con impaciencia.

– Donde nadie ha buscado antes, aquí –dijo apuntando con una rama de abedul seca hacia la pared de la gruta que tanto había estado observando.

– ¿En esta roca? –pregunté desconcertado.

– Sí, sólo hay que escarbar un poco.

En ese momento interrumpió nuestra conversación un joven ataviado con la tradicional vestimenta de los paisanos armenios que hizo su entrada en aquel lugar gesticulando alocadamente preguntando algo en su idioma.

– Pregunta que si hemos visto a una oveja que se le ha escapado –tradujo el anciano.

El recién llegado intercambió unas palabras con el viejo y este le explicó algo acerca de la pared de la cueva.

Al rato los dos comenzaron a perforar aquella pared de roca caliza.

– ¿Nos echas una mano?

Sí, desde luego –Me pareció absurdo pero ¿qué podía perder? ¿Tiempo? Era lo que más me sobraba. Cogí una piedra y comencé a golpear la roca, era más blanda de lo que parecía.

Al poco rato ya habíamos abierto un buen túnel y comenzamos a oír el sonido de un torrente.

– Es el río del olvido -grito el anciano con alborozo.

Continuamos excavando hasta que una parte del túnel que habíamos horadado se desplomó y dejó a la vista un riachuelo subterráneo que tendría de ancho un metro y de profundo no llegaría ni a medio. El agua cristalina dejaba ver el lecho de arena blanca.

– Bebed –imploró el ermitaño.

Yo no estaba muy seguro de hacerlo, pero el pastor se arrodilló inmediatamente y cogiendo un poco de aquel líquido translucido con las manos bebió de él.

Al momento la expresión de su cara cambió, sus ojos tenían una profundidad de la que antes carecían. Entonces con determinación inesperada se levantó y de una zancada cruzó el regato y acto seguido desapareció de nuestra vista.

– ¿Qué hay al otro lado? –inquirí al eremita.

– Ya te lo he dicho la salida de la gruta.

– Pero la salida está allí –dije indicando la entrada por la que yo había accedido a la cueva apenas una hora antes.

El anciano por toda respuesta sonrió dulcemente.

Yo estaba empezando a sentirme incómodo, me incorporé y profundamente irritado grité:

– Pues yo saldré por donde he entrado.

Y dicho esto salté al suelo firme de la caverna y me alejé de aquel anciano y de su extraña cueva tan velozmente como pude.

–   –  –

Años después descubrí que Aristocles era el verdadero nombre de Platón, que el abedul es considerado, en muchas culturas, el árbol de la sabiduría, y que el río del olvido es, en fin, del que las almas beben al llegar al más allá.